Conclusión

 

La "identidad individual" es en su concepción más profunda la necesidad de crear en nosotros mismos un ser coherente y satisfactorio. Así como ciertos animales desarrollan una piel especial, o un poder de vista privilegiado con el objetivo de adaptarse mejor al medio y sobrevivir en él con mayores posibilidades, cada individuo desarrolla un mecanismo de identidad para intermediar con el ambiente.
La definición de la identidad en este medio implica la selección y puesta en uso de un sinnúmero de variables que nos caractericen de la forma más conveniente, para que este "ecosistema social" no nos destruya en sus aspectos más hostiles, y podamos sacarle el máximo de beneficio en aquellas situaciones que impliquen posibilidades.
En definitiva, la identidad es una interface, un canal de negociación entre el ente y el medio, y es una construcción progresiva que nunca finaliza. Se mantiene en constante mutación y es modelada por ambas partes en un enfrentamiento constante.
Dentro de esta competencia, la sexualidad biológica aparece como la primera variable de identificación que impone el medio. Aún antes de tener una identidad individual , un nombre, el sexo ya nos define. "Si es varón se va a llamar Carlos; si es nena, Valeria." La llegada al mundo nos recibe con la primera etiqueta dictada por nuestra anatomía, en torno a la cual se desarrollarán y adosarán una infinita cantidad de elementos que el ser y el medio iran escalonando en esa negociación.
Como primera variable, es impuesta por el "negociador" externo, la comunidad que ha definido los valores de la biología dual. Pero para el individuo, a partir de esta primera concepción se abre un abanico de opciones que le permitirán buscar una identidad propia dentro del valor asignado desde él mismo. Surge así el valor de género, dentro del cual el factor biológico puede ser relegado a un segundo plano.
La formulación de un género ambiguo, como ya hemos visto, hace pensar en una opción para el individuo que lo libera de algunas situaciones de riesgo social y le otorga una ilusoria satisfacción a través de la eliminación de la necesidad del complemento biológico.
El sexo económico se convierte en la variable de escape. En un mercado saturado por la repetitividad de la producción en masa, sólo sobreviven los productos que suman a su contenido herramientas de negociación para el individuo. Elementos ideológicos que el cosumidor pueda adosar a su identidad a través de la compra para vencer esas situaciones de peligro y obtener las mayores ventajas del medio.
Así como, en algún momento de la evolución humana, los dioses mitológicos ocuparon el lugar central del imaginario social, dictando a través de sus historias las reglas de las relaciones humanas y mostrando un estadío superior donde las angustias y sufrimientos humanos eran aliviables y hasta inexistentes, hoy la cosmografía religiosa ha mutado.
La razón fundamental por la que se ha amparado a cada modelo andrógino analizado en un mito clásico ha sido la necesidad de ir estableciendo una conexión entre el mundo de la publicidad y el de la religiosidad.
Entre todos los conceptos abordados sobre el significado y uso del vocablo "mitología", se hace necesario trazar finalmente una definición propia, surgida del presente análisis.
Los valores sociales que mueven y estructuran a un grupo de individuos van construyendo un imaginario social con un sinnúmero de escalas y pautas que se entrelazan en una telaraña posiblemente infinita. Dentro de este mundo de oportunidades y obligaciones, la mitología aparece como un área difusa a través de la cual se vislumbra una serie de roles que actúan como referencia desde lo absoluto.
En otras palabras, el mito cumple la función de "valor utópico". Los extremos de las posibilidades están ocupados por figuraciones mitológicas, desde la época clásica en la que cada dios poseía cualidades únicas y absolutas hasta los tiempos modernos en los que la publicidad se ha convertido en uno de los elementos que ayuda a conformar la cosmografía mítica de nuestros tiempos.
En conclusión, mitología y publicidad no sólo se parecen. Son lo mismo. "Valores utópicos" que indican el extremo de las posibilidades.
Hablamos de extremos utópicos porque ofrecen creaciones irreales. Por ejemplo: así como Madonna se postuló como un mito de referencia para las nuevas sexualidades, es inevitable ver lo artificial de su postura. Para dar a conocer su postulado sociosexual necesitó meses de elaboración, producciones fotográficas, pechos artificiales y situaciones impostadas. Para Madonna, su propia definición sexual termina convirtiéndose en un mito aún para ella misma, un valor utópico que está muy lejos de ser alcanzado por cualquier individuo.
Con la publicidad tradicional sucede lo mismo. El producto publicitado deja de ser real al momento de ser comunicado. Los mecanismos de comunicación implican la utilización de un conjunto de "artificialidades" que elevan al producto del medio terrenal para llevarlo a un plano superior. Dentro del placer que promete la adquisición del elemento, la plenitud artificialmente recreada en la publicidad nunca será tal en la vida cotidiana. La realidad ancla las posibilidades humanas de alcanzar satisfacción y los productos pierden la posibilidad de ser lo que en imagen son.
Carecemos de brujos y hechiceros que funcionen de interlocutores con el más allá; los templos se han derrumbado, las sagradas escrituras han comenzado a convertirse en polvo culpa de su rigidez obsoleta, y los milagros han sido dados de baja por las ciencias.
No queda de qué aferrarse. Sólo de la imagen. El nuevo milenio nos encuentra rodeados de un universo de personajes idílicos, de dioses perfectos e inalcanzables, que habitan en un mundo de papel y celuloide en el que palabras como dolor, insatisfacción, tristeza, hambre y carencia son vocablos huecos. Desde ese nuevo paraiso mediático, desde esta nueva especie de publicidad mitológica, entramos en una nueva etapa. La religión mediática nos abre las puertas a un novedoso tipo de culto donde buscamos desesperadamente algo en que creer.